domingo, 28 de octubre de 2012

El libro de un día de verano

Hoy me ha ocurrido algo extraño. Me he puesto a releer un libro, uno de mis favoritos de la infancia. Ha llegado un extraño, de Mollie Hunter, colección El Barco de Vapor. De esos que tan de moda estaban en los 80 y los 90. No se trataba del libro original, que en algún momento de mi adolescencia (para mi infinito fastidio) se traspapeló y desapareció en el portal dimensional oculto que hay en mi vieja estantería de los libros infantiles (única explicación lógica a por qué me ha desaparecido tantos a lo largo de estos años sin razón aparente), sino de una nueva edición, con ilustraciones infinitamente peores, que compré hará un par de años en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión.
Y, al volverlo a leer, ha pasado algo extraño. Me he sentido, por un momento, transportada al lugar y al momento en que lo leí, un mes de Julio a principios de los años 90. En Puerto de Sagunto, donde pasaba quince días de vacaciones todos los años con mis abuelos antes de que estos se hicieran demasiado mayores y prefirieran ir a un hotel donde les hacían las camas y no tenían que cocinar.
El apartamento estaba situado en primera línea de playa, justo al extremo norte de ella, donde terminaba el paseo marítimo. Nada más entrar, después de subir al quinto piso en un ascensor diminuto que siempre olía a bañadores húmedos y a cloro de piscina, se abría un largo pasillo que tenía a la derecha la cocina y a la izquierda el cuarto de baño. Más adelante, se abrían tres dormitorios; dos a la izquierda y uno a la derecha. El segundo de la izquierda, justo antes del final del pasillo, era el mío; he podido verme a mí misma, sentirme dentro de mi propia piel, a mis nueve o diez años, leyendo tendida sobre la cama. En mi piel podía sentir la suave aspereza del ligero cobertor, color blanco con dibujos de flores azules. Junto a la cama, una mesilla de noche y un armario empotrado donde guardaba mi ropa; al otro lado, una ventana que se abría al Norte y desde la que se veían los chalets lejanos de la población vecina de Canet. A los pies de la cama, como un testigo silencioso, una silla de madera sobre la que reposaba mi pequeña (y también desparecida) maletita rosa, que llenaba sólo de libros al viajar allá. Algunos eran nuevos, el resto eran mis libros favoritos de casa, los que no me cansaba de releer una vez más. Uno sobre pesca, Matilda de Roal Dahl, El león, la bruja y el armario de C.S.Lewis, Manolito Gafotas de Elvira Lindo, El verano de la sirena de Mollie Hunter, La señora Frisby y las ratas de Nimh, de Rober C. O'Brien, algunos libros de Los Cinco de Enid Blyton...
Entonces, la niña que era yo ha sentido hambre. La hora de merendar. Me he levantado y, con la grácil agilidad del cuerpecito de niña que hace años que dejé de tener, me he dirigido al salón. Descalza y sin hacer ruido, porque mi abuelo dormía la siesta en la cama de matrimonio del dormitorio grande.
Nada más entrar, a la izquierda, un último dormitorio, tan pequeño como los otros, y frente a mí, la mesa redonda donde desayunábamos, comíamos y cenábamos, siempre con mantel y servilletas de tela, que mi abuela era muy cumplida para esas cosas. La mesa se podía abrir y hacer el doble de grande cuando venían mi madre, su esposo, y mis tíos abuelos. Al otro extremo del salón, el sofá donde yo siempre leía tendida cada vez que me cansaba de hacerlo en mi cama, y en la pared del fondo, frente a mí, una cristalera completa del suelo al techo a través de la cual se vislumbraba el mar. Se podía salir al balcón; un balcón lo bastante grande como para poner allí el tendedero y una mesa pequeña con varias sillas de plástico blanco. Frente a él se abría toda la amplia panorámica de la playa, desde las dunas semisalvajes al lado de nuestro bloque de apartamentos hasta el lejano rompeolas del otro extremo de la playa, con las grúas del puerto todavía más allá, y la arena dorada que en las horas puntas de los días soleados parecía por obra y gracia de las sombrillas un inmenso campo de apiñadas setas multicolores. En el extremo norte del balcón, al lado de una columna, había pegado al techo un nido de golondrinas hecho de pegotitos de arena y barro. He sentido el calor, la suave caricia del viento, el sonido de los coches y de las olas, el olor de la sal. Por mi cabeza ha pasado la fugaz idea de hacerme un bocadillo de atún, pero en seguida he sucumbido al capricho de pedírselo a la mejor cocinera que he conocido en mi vida.
-¡Abuelita! ¿Me haces un bocadillo de atún?-.
Y mi abuela me ha respondido llamándome para que le diga cuánto pan quiero. Ella nunca quiso que yo abriera las latas, por temor a que me cortara. Además, yo no tenía fuerza ni destreza suficientes como para manejar el abrelatas de metal ennegrecido, de esos semejantes a cuervos cuyos picotazos van horadando poro a poco la tapa de la lata de conservas, haciendo que el aceite brote de las hendiduras como la sangre de una herida. Yo sabía que dentro de poco podría regresar de vuelta al salón comedor, con mi bocadillo en un platito sujeto en una mano y el libro y una servilleta en la otra. Mi abuela me seguiría, sonriente, con un vaso de agua entre las manos, arrastrando sus zapatillas azules y vestida con uno de esos vestidos de tirantes floreados que siempre llevaba en verano y que a mí tanto me gustaba verle puestos. A ella y a mi abuelo todavía les quedaban casi veinte años de vida sana y feliz, y yo también era feliz, porque sólo estábamos en Julio y el verano era largo, y hacía sol y calor, y estaba de vacaciones, y tenían mis libros, y mis padres y todos mis seres queridos estaban bien, y en ese momento mi vida era todo lo que podía desear una niña como yo.

Pero entonces he cerrado el libro, tras terminarlo, y la visión se ha desvanecido. He vuelto al momento, al lugar y a la persona que soy: una mujer de casi treinta años en su casa, apurando las pocas horas de asueto que le quedan antes de que vuelva a ser lunes y empiece otra fastidiosa semana de trabajo, casada pero todavía sin hijos, y con algunos sueños todavía por cumplir. Y que a más de año y medio de la muerte de su abuela, y a menos de dos semanas el primer aniversario de la muerte de su abuelo, sigue amándolos a los dos con tanta fuerza como aquella niña de antaño, y los echa de menos más aún que a aquellos días de luminosa infancia, y siente en el pecho el agujero doloroso y sangrante que sigue dejando, y siempre dejará, su ausencia.
Ese dolor, más que cualquier otra cosa, es lo que me hace estar segura, más allá de toda certeza, de que jamás volveré a ser esa niña, del mismo modo que aquellos días de verano no regresarán jamás. Supongo que eso es lo que los hace tan valiosos.

8 comentarios:

Narrador dijo...

Fantástico. Un texto genial que ya querrían ciertas plumas famosas. Se nota que está escrito desde el interior.

Estelwen Ancálimë dijo...

Muchas gracias por tus palabras, Narrador :-)

Mostazovska dijo...

Me has puesto la piel de gallina por la emoción contenida en estas palabras, además de hacerme sentir el olor a atún en oda la habitación.

Gracias por compartir cosas así. Estamos hechos de recuerdos.

Findûriel dijo...

Un texto maravilloso. De hecho, fuiste muy afortunada por vivir aquellos días, y más afortunada aún eres por poder recobrarlos con tal vividez. No, no eres ya esa niña; eres la mujer hacia la que creció aquella rama joven. Eres, en cierto modo, la hija de aquella niña, su producto, su evolución.

Un beso grande, prenda.

Malena dijo...

Gracias por compartir, enorgullécete de tus recuerdos que también son parte de quien eres, y agradece tu capacidad de evocar tu pasado. Yo que vivo rodeada de gente con memoria selectiva y de parientes con Alzhéimer, vivo con terror del día en que ya no pueda recordar ni siquiera con melancolía.

Anónimo dijo...

Lo lamento mucho, Estelwen. Y te entiendo a la perfección...
Es el dolor lo que cambia. Cuando eres niño, eres feliz, inocente y despreocupado. Y si algún pequeño disgusto te enfadada o te entristecía, desaparecía casi inmediatamente cómo un mero espejismo.
Has logrado, con este post, que los veranos de mi infancia también vuelvan a mi memoria con fuerza.
En mi caso, recuerdo el jardín de mi casa (casa a la que no he vuelto desde que era, precisamente, una niña. Nunca volví a verla... Y la añoro)... Y todos los juegos que allí viví. Tenía una imaginación muy vivida... Pasaba el día sumergida en cuentos y fantasía.
La piscina de plástico en verano, donde me bañaba con mis muñecas...

La Navidad... por favor, cuando cada año veía la película de dibujos animados: "El príncipe Cascanueces" (una joya, es maravillosa)... Y la carta para los Reyes, la emoción de los regalos... El frío, y lo calentito que se estaba en casa con los muñecos...
Cuando creía, en un rinconcito de mi alma, que de verdad los jueguetes podían cobrar vida...

Sí. Ahora, en la vida adulta, todo ha cambiado. Y ya nada volverá a ser igual.
Ahora puedes sentir dolor, decepción, añoranza... Todo eso que de niño no significaba nada para ti...
Es muy triste.
Un post precioso, Estelwen. Has hecho que me emocione.

Estelwen Ancálimë dijo...

Ha sido maravilloso para mí leer vuestros mensajes. Es muy bonito pensar que estos recuerdos que comparto en mi rinconcito de la red han podido emocionaros de verdad.
Recordemos siempre nuestra infancia, porque mientras guardemos dentro de nosotros un cachito del niño que éramos, nuestro espíritu permanecerá joven, aunque el cuerpo no lo haga :-)

Findûriel dijo...

Mencionada, hermosa mía
http://finduriel.blogspot.com.es/2012/11/red-liebster.html